jueves, 16 de diciembre de 2010

Cuento navideño

En aquellos tiempos, tenía una extraña obsesión con cualquier reloj que tuviera esos pequeños circulitos en la carátula, cuyo significado y utilidad jamás descifré. Llevaba ya tiempo pidiéndole uno a mi familia y, en cuanto me dijeron que me lo comprarían, supe que iba a ser una navidad especial. Yo mismo fui a elegirlo: era de color rojo y tenia tres círculos pequeños con sus propias manecillas; no existía en el mundo algo más hermoso. No recuerdo exactamente cuantos años tenía, pero era suficientemente pequeño para creer en Santa y para que no me dejaran quedarme despierto después de las 9 de la noche. El árbol, ese año, estaba decorado con dulces: bombones, palomitas y bastones de caramelo cubrían sus ramas. Debajo, envuelto y resplandeciente (o al menos así lo veía yo), estaba el maravilloso reloj.

Todo fue tomando forma. Mientras el tiempo pasaba, la cena estaba lista, la mesa puesta y yo, formal y emocionado. Mi papá no tardaría en llegar, así que le pedí a mi madre que me dejara abrir el regalo; su respuesta fue clara: los regalos no se abren hasta que estemos todos.

No recuerdo que fue lo primero que pasó, supongo que fue la luz del sol que lentamente desaparecía la que delató que algo extraño sucedía. Yo había decidido sentarme a un costado de la puerta a esperar a mi padre. La cena comenzó a enfriarse y las oscuridad se tendía sobre nosotros como una certeza inevitable. En algún momento sentí la humedad de las lagrimas en mis ojos; sabía que mi padre jamás llegaría, que esta vez, y de ahora en adelante, sólo seríamos nosotros. Mi mamá me decía que era muy noche, que debía dormir para que Santa llegara, pero yo me aferraba a la puerta como si de ello dependiera mi vida. Fue cerca de la media noche cuando me entregué al sueño, nunca había estado despierto tanto tiempo y me sentía agotado de tanto llorar. No recuerdo lo que sucedió al día siguiente.

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No fue sino hasta tiempo después que supe lo que había pasado. Lo vi en unas fotos que mi padre guardaba en su camioneta y que mi madre había sacado para ver. Lo vi con una espesa barba, con una sonrisa, rodeado de su nueva familia. Recordé entonces la soledad, mis lagrimas. Recordé que a los pocos días tuve que devolver el reloj porque había dejado de funcionar. Pensé en devolver mi corazón por si había dejado de funcionar.
Ahora lo recuerdo todo porque pronto tendré una cena con mi novia y sus amigos y me pregunto ¿cuánto habré cambiado desde aquella ocasión? Me siento feliz y, de alguna extraña manera, sé que nada ha cambiado mucho y que construyo mi vida con los fragmentos que me quedan.